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Conquisto Soria y me invaden los recuerdos

Las siete y media es una buena hora para comenzar el día trabajando o para continuar durmiendo con los sueños. Lo malo es levantarse dormido con la obligación de conquistar. Hoy me voy a Valladolid, que es una bella ciudad alejada de la mía por las lentas comunicaciones. Las ciudades quedan separadas por minutos y no por kilómetros. Madrid esta a 90 minutos de Zaragoza y Valladolid a 300. No me pregunten por tanta diferencia, pues jode recordar que no tengo coche por salud y dependo de los medios que a veces parecen cuartos.

En Soria he desayunado un torrezno maravillosamente bien frito con café con leche. De adolescente observé cómo una señora en una cafetería tomaba una croqueta con café con leche y enseguida pensé que era pilingui. Hoy yo mismo soy capaz de tomarme el café con tortilla de patatas, bocadillo de calamares o tapita de anchoas con vinagre. Y todavía no he logrado convertirme en alquilador de sexo, más que nada por tener poco que alquilar. Voy recorriendo desde la ventanilla mis pueblos sorianos; no me dejan respirarlos, con esa manía de tener siempre las ventanillas cerradas, pero recuerdo el olor a hogar de leña, el del trigo recién segado, el de la tierra mojada, el de la alfalfa seca del granero que inundaba la ropa de fragancias persistentes, el del gallinero junto a la fuente.
Una vez me empeñé en que no mataran a la gallina roja para hacerla escabechada. Me puse tan cabezón que lo conseguí. Pero mataron a la negra. Nunca se puede ser feliz del todo, hay que seleccionar.

Hoy las carreteras son más grises, menos terrosas, más lisas y suaves, menos naturales. Yo cuando llegaba con mis padres desde el tren, esperaba como premio mayor que me vinieran a recoger con el remolque y su pareja de machos junto a Luna, una perra negra grande que un día se escapó a la carretera. Había que ir hasta la pedanía que estaba a cinco kilómetros y a los forasteros nos recogían los tíos con el ganado familiar para no cansarnos más. El remolque era como montar en un lujo inolvidable, una posibilidad de sentir que había más vidas que la mía y todas diferentes. Con los años, muchos años hay que decirlo, descubrí por qué llamaban a Luna así, Luna. Siendo tan negra como las noches sin Luna, nunca le pudieron poner un nombre menos lógico. Son cosas de los pueblos que las hacen para joder. Ya nunca volví a comer cocido como aquel, conserva de chorizo como el de la cazuela de barro de mi abuela, jamón muy seco pero blando y con un tocino que era mejor que el jamón. ¿Por qué ahora el tocino del jamón no sabe a nada y entonces se partía en la boca con más facilidad que la magra?, son misterios ¿no? 

Paso a la provincia de Burgos y reacciono. Ya no tengo que seguir siendo un jilipollas añorante, ahora ya hemos cruzado Soria. Me voy a jugar con el iPad.