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Yo tengo un amigo muy pesado. Pero muy amigo

Este de la imagen, blanco, blando y con pintas de alfombra es mi amigo, pillado en uno de sus cabreos, descansando en su propia casa, tumbado pegado al suelo y mirando de reojo. 

A mi amigo los enfados le duran minutos como mucho. Enseguida entiende que estar enfadado no conduce a nada. Y se viene a mi vera a buscarme y a mirar mi mirada. Sabe entenderme y descubre enseguida…, de que antes que él se desenfadara, yo ya estaba desenfadado.


Mi amigo es muy positivamente fiel desde el egoísmo y la inteligencia social, un poco pesado en sus peticiones pero muy amigo de los que es imposible no querer. Sabe estar encima de mí, incluso ahora que estoy escribiendo con pocos dedos y haciendo piruetas para no dejar caer al amigo que tengo sobre las piernas. Él se tumba sobre mi tripa mientras estoy escribiendo en el sillón y aguanta poniendo su cabeza sobre los apoyabrazos. Cuando quiere reclamar sabe moverme con su morro mis manos, para que deje de escribir y lo atienda.


Es imprescindible tener amigos en la vida. Todos los necesitamos. Aunque creen —los que nos ven desde fuera— que algunos amigos no sirven para hablar. Se equivocan. Yo con mi amigo hablo mucho, y él más todavía conmigo. Aunque no digamos palabra, y eso que él es de los ladradores cuando quiere.


Mi amigo está mayor, tiene ya 12 años y eso es mucho para él. Ya no salta como antes aunque lo intenta con la misma o más fuerza. No se sube a la cama a la primera, se cansa, se ha vuelto con peor carácter cuando algo no le gusta, no quiere tener mucha relación con los extraños y ya solo va en búsqueda de las palomas más cercanas olvidándose de las que vuelan sobre su cabeza, cuando está en la terraza que es su propio campo.

Somos amigos porque así lo quisimos ambos cuando él necesitaba un adulto que lo cuidara. Y lo seguiremos siendo hasta que uno de los dos deje de saber cuidar al otro. Es Ley de Vida.