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Se puede desertar de la ciudad. Pero hay que ser muy valiente para irse a un pueblo

Escuchaba en voz de un adulto barbudo catalán que él era un desertor de la ciudad. Un desertor positivo, un abandonado bueno de la ciudad hostil, un anti acomodado que abrazaba con gusto el pueblo y defendía sin fisuras su decisión. Ya no cumple los 50 pero no lo importa, ama el silencio y el aire fuerte que le mueve por dentro. Vendió todo y se compró una masía pequeña pero de la que conserva todavía el molino con su piedra y algunas tierras que emplea de hortal. No quiere saber más, no quiere ni volver una tarde a su antiguo barrio para observar lo que dejó atrás. Tampoco es por dolor, simplemente para no perder el tiempo que tiene. Ha creado como una nueva vida y reconoce que cada vez son más los que toman la decisión de bajarse del caballo sin saber si iba para ganador o perdedor. Prefieren seguir caminando a pie. En su localidad ya son tres familias las que han decidido volver o revolver. Él es el único solitario de los tres. No piensa en la vejez, todavía, pero avisa que en los pueblos también saben morirse los ancianos con la misma calma al menos que en la ciudad. La muerte no conoce tamaño de localidades.