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Vender libros es un arte complicado. Pero necesario

Hoy he ido de librería, buscando un ejemplar de “Los mil relatos de la imagen y uno más” publicado por la Diputación de Huesca. Me han engañado, no son 1.000 sino 11, que siendo muchos y suficientes no son tantos como me gustaría. Habla —o me hablará— del acercamiento entre literatura y fotografía a la hora de formar un mensaje conjunto, de unir en una simbiosis extraña la imagen y la literatura sin que ambas tengan nada que ver. O si.

Normalmente empiezo por tener una fotografía a la que le añado texto según lo que ella me inspira. Pero otras es al revés. Tras el texto busco una fotografía que le apoye. No sabría decir que es más efectivo. Depende. Cada mensaje tiene su aquel, su tempo, su recorrido. Ahora por ejemplo tendré que buscar una imagen que encaje. ¿Y qué busco? Pues ni idea. Todavía.

La librería estaba casi vacía. Era pronto. Casi al salir una pareja de edad han entrado en busca de mandalas, esa moda curiosa de nada. Como le parecían caras o muy difíciles han cambiado de idea y han solicitado un libro para dejar de fumar. Al final se han llevado un libro sobre autoestima. Si llegan a estar cinco minutos más se llevan la Biblia.

Ahora los vendedores de libros tienen que vender a los que entran. Ya no es sólo servir, hay que vender como un ejercicio de impulso al cerebro.
—¿Quiere usted algo de sexo?, ¿y sobre el canto gregoriano que me ha llegado algo nuevo? Tengo unos libros sobre cocina africana de lo más sencillos de entender.

Los vendedores de libros deben ser como los vendedores de coches. Tienen que adivinar el color del modelo que le gusta a la amante de chulito de 60 años, antes de ofrecerle un descapotable del montón. Es el éxito de la venta.
—A este despistado de pelo alborotado le tengo que vende un Pániker, que seguro que le gusta liarse leyendo a un abuelete…— piensa por dentro la señorita de la bata, mientras mira de reojo buscando que no se le escape vivo—…y si me pone caras, le meto uno de Gilles Lipovetsky y le digo que es lo último en filosofía hiper moderna del vacío. 

En Madrid y Barcelona ya hay librerías que sirven cañitas y tapas de tortilla con los libros para entretener al cliente y que no se vaya de vacío. Y tiendas de ropa fina para señora guapa, donde a los varones acompañantes les sirven un café con pastas rodeados de libros puestos sobre mesas art decó. Miedo me dan estos intentos. Tengo un hermano librero y lo veo sirviendo copas entre los libros mientras enseña la pierna depilada. Incluso puede que le guste. Y yo qué sé.